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Pocas cosas hay en nuestro Mundo que tengan más rechazo que la violencia. En el primer sentido que la palabra nos suscita, comparto su rechazo; como lo comparte todo el mundo, salvo algunas excepciones que vienen a confirmar la regla. Pero, dicho esto, también hay que decir que la violencia nunca ha dejado de estar presente y que, a pesar del rechazo generalizado, se ejerce constantemente. Se da la paradoja de que, siendo que la historia de la humanidad desde su origen mítico es un camino que ha buscado modos de atenuarla con instituciones políticas y jurídicas, esa misma historia ha implicado el desarrollo de modos de violencia cada vez más devastadores. Podríamos ejemplificarlo diciendo que probablemente los hombres primitivos eran tipos muy violentos, pero se golpeaban con piedra y con palos; hoy con todos nuestros mecanismos democráticos somos capaces de provocar la destrucción generalizada de nuestra civilización.

No sé si esto es irremediable -aunque me temo que sí-, pero lo cierto es que la violencia nos acompaña en nuestra vida. Y no sólo porque ella es el fundamento del Estado -como bien sabe todo jurista-, el argumento final del Estado es la policía. Cosa que puede parecer muy fea pero que es un logro social, comparado con la violencia de todos contra todos. No se trata sólo de esto, nacemos con violencia y la muerte siempre la implica de alguna manera. No es difícil suponer al bebé justo antes de nacer: calentito y flotando en un suave medio acuoso, con sus necesidades satisfechas, etcétera… pues bien, de repente se pone en marcha un mecanismo por el que es expulsado de allí, obligado a atravesar con esfuerzo un estrecho canal de parto para verse expuesto al aire, la luz y la temperatura. Lógicamente, el niño o la niña lloran.
Tal vez esto último sea un ejemplo de una función de la violencia que podríamos decir que resulta benéfica; evidentemente el bebé estaba muy cómodo allí, pero si no sale a tiempo eso significará su muerte. Si le damos a la palabra violencia el sentido de la destrucción de algo, aparece entonces una suerte de justificación en virtud de qué es lo que se destruye: en el nacimiento, un estado de placer y confort que resultará letal fuera de cierto plazo. No se me escapa el peligro de esta argumentación, puede justificar cualquier violencia y de hecho es siempre el argumento del que la ejerce: “aquello que destruyo es malvado”, el tiranicidio es un ejemplo clásico admitido. Pero lo cierto es que la no admisión de cualquier tipo de violencia es inútil, imposible y, en algún caso, perjudicial.

No estoy proponiendo una ley moral general, al contrario, estoy diciendo que no es posible tal mandamiento general; no hay más remedio que decidir éticamente caso por caso. Y hay casos en que alguna violencia es necesaria; son casos obvios: la defensa propia, la defensa del más débil agredido, etcétera. Pero, sobre todo, porque hay distintos tipos de violencia.
Hasta ahora parece que sólo hablamos de la violencia física (llamémosla así), pero también existe una violencia simbólica (llamémosla así) y con ella las cosas son aún más complejas y sutiles. Sabemos bien que la palabra puede ejercer la violencia, el insulto es el ejemplo más evidente, pero hay otros: el desprecio, el ninguneo, la burla, etc. Pero también, muchas veces, alguien nos dice algo que nos enfada, que destruye alguna idea o situación que teníamos y, sin embargo, esa persona nos puede estar haciendo un favor, nos puede estar sacando de un error o de una situación muy confortable pero que se está volviendo letal.

También parece que hasta ahora hemos estado hablando de la violencia hacia otros, pero también existe la violencia contra sí mismo. Y, nuevamente, esta no es de por sí ni buena ni mala, depende. Ésta me parece que es la más interesante y la más defendible de las violencias. Naturalmente no estoy promoviendo las autolesiones, ni el masoquismo moral, ni la penitencia culposa, ni nada por el estilo. Me refiero a una violencia simbólica que deberemos ejercer contra nosotros mismos si aspiramos a salir de un engaño o si pretendemos cambiar; la violencia que le supone a un varón, por ejemplo, frenar la reacción ante una mujer o un niño que no comprende. Todo cambio supone una destrucción de lo anterior, es una especie de nacimiento. Creo que esta violencia contra sí mismo es la más difícil, siempre será más fácil soltar un manotazo o un chillido que sostener una incertidumbre cuando ésta me violenta.
En cierto sentido el psicoanálisis pone en juego algo de este tipo de violencia simbólica, es parte de la resistencia que genera. La violencia contra el Yo que la palabra libre del análisis implica, es una violencia que no levanta la voz y que hasta puede resultar afectuosa porque va contra sus pasiones, contra sus certezas, contra su confort y egoísmo, hasta contra sus miedos y cobardías. Es una violencia simbólica que promueve el coraje y la esperanza, como para el bebé, el descubrimiento de un mundo nuevo, el descubrimiento de que hay en mí, algo mejor que Yo.

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