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Es la mañana del domingo 16 de noviembre de 1980; Louis Althusser se encuentra haciéndole un masaje en el cuello a Hélène, su compañera durante muchos años, cuando, de repente, lo sacude el terror: los ojos de ésta, abiertos e inmóviles, así como la lengua reposando entre los dientes, denotan que había sido estrangulada.

El filósofo, en un estado de confusión mental y delirio onírico, es conducido rápidamente al hospital de Sainte-Anne. Luego de tres valoraciones psiquiátricas es considerado inimputable y recluido en una institución psiquiátrica de la que saldrá, por primera vez, tres años después.

En 1985 escribe un texto que luego se publicará bajo el título de “El porvenir es largo”, en cuyo prólogo leemos lo siguiente:

“Es probable que consideren sorprendente que no me resigne al silencio después de la acción que cometí y, también, del no ha lugar que la sancionó y del que, como se suele decir, me he beneficiado.
Sin embargo, de no haber tenido tal beneficio, hubiera debido comparecer; y si hubiera comparecido habría tenido que responder.
Este libro es la respuesta a la que, en otras circunstancias, habría estado obligado. Y cuanto pido, es que se me conceda; que se me conceda ahora lo que entonces habría sido una obligación.
….Es mi destino no pensar en calmar una inquietud exponiéndome indefinidamente a otras.”

Resulta llamativo que Althusser no reniega de su acción ni se disculpa de ella amparándose en su estado mental en el momento del crimen de una persona, por cierto, a la que amaba profundamente. Lo que solicita es dar cuenta de su acción, reconstruir las coordenadas del pasaje al acto, es decir, asumir una palabra propia que lo implique como sujeto.

No hay nada más angustiante que no sentirse reconocido, es preferible morir en la guillotina con un nombre a cuestas que vivir cien años en la anomia. No hay más que percibir el grado de angustia creciente que un niño va sintiendo cuando se prolonga demasiado el juego consistente en hacer que es invisible para los demás. O cuando a uno lo llaman por otro nombre. En el caso de ser privado de la palabra –en el ámbito que sea- sucede lo mismo: la salvación no es la elusión de una pena por una acción cometida sino el pronunciamiento al respecto, la producción de una respuesta que represente al sujeto.

Esto es particularmente relevante cuando se trata de aquellos actores sociales a quienes se supone, por lo general, inimputables: niños, locos y retrasados mentales. Y no estamos hablando de procesos judiciales sino del día a día de la vida en común con ellos. Escuchar como verdadera su palabra constituye un acto ético de quien interactúa con estas personas, ya sea familia, vecino o profesional; además de resultar, agreguemos, mucho más interesante. Palabra verdadera no significa que su dicho sea inexorablemente cierto sino que lo que está en juego es el decir de un sujeto. Sólo por eso vale la pena escuchar.

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