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En su obra “El porvenir de una ilusión” (1927), Freud analiza la cultura humana en tanto aquello que regula las relaciones entre los hombres, y especialmente el papel que en ella desempeña la religión.

Subraya la tensión existente entre las inclinaciones personales y la cultura, como aquello que limita las mociones pulsionales particulares, y plantea la idea, quizá más útil tomándola desde su valor de mito, de la imposición de la ley social de unos pocos respecto a la mayoría de individuos de la masa social:

“…cada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización, a pesar de tener que reconocer su general interés humano. Se da, en efecto, el hecho singular de que los hombres, no obstante serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común…  Experimentamos así la impresión de que la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y de coerción.”

“…las masas son perezosas e ignorantes, no admiten gustosas la renuncia al instinto, siendo inútiles cuantos argumentos se aduzcan para convencerlas de lo inevitable de tal renuncia, y sus individuos se apoyan unos a otros en la tolerancia de su desenfreno. El hecho de que sólo mediante cierta coerción puedan ser mantenidas las instituciones culturales es imputable a dos circunstancias ampliamente difundidas entre los hombres: la falta de amor al trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones”.

No obstante, plantea más adelante la posibilidad de que gracias a la educación, aquello que en principio fue impuesto mediante la coerción, será después acogido como un beneficio:

“Nuevas generaciones, educadas con amor y en la más alta estimación del pensamiento, que hayan experimentado desde muy temprano los beneficios de la cultura, adoptarán también una distinta actitud ante ella, la considerarán como su más preciado patrimonio y estarán dispuestas a realizar todos aquellos sacrificios necesarios para su perduración, tanto en trabajo como en renuncia a la satisfacción de los instintos. Harán innecesaria la coerción y se diferenciarán muy poco de sus conductores.”

Más aún, no solo será acogido favorablemente por el individuo, sino que pasará a ser parte integrante de su psiquismo, tomando la forma de la instancia psíquica del Superyó:

“Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, el superyó, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos. En todo niño podemos observar el proceso de esta transformación, que es la que hace de él un ser moral y social. Este robustecimiento del superyó es uno de los factores culturales psicológicos más valiosos. Aquellos individuos en los cuales ha tenido efecto cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus más firmes substratos. Cuanto mayor sea su número en un sector de cultura, más segura se hallará ésta y antes podrá prescindir de los medios externos de coerción.”

Es precisamente el superyó lo que en palabras de Freud convierte al hombre en un ser social y moral.

Más adelante, como decía, analiza la función de la religión en el seno de la cultura afirmando que consiste en “…espantar los terrores de la Naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone.”

Para ello, las religiones construyen la imagen de un Dios, tan capaz de proteger y eliminar los males del mundo como de castigar las desviaciones de su ley, y atribuye su origen a una trasposición de la necesidad infantil, que perdura en la edad adulta, de las figuras paternas.

“Todas las religiones muestran profundamente impresos los signos de esta ambivalencia de la relación con el padre, según lo expusimos ya en Tótem y tabú, cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo siempre un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, sin embargo de temerlos, encargará de su protección. Así, pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa. La defensa contra la indefensión infantil presta a la reacción ante la impotencia que el adulto ha de reconocer, o sea, precisamente a la génesis de la religión, sus rasgos característicos”

Por último, Freud se pegunta si el ser humano podrá vivir sin el abrigo de la religión.

Quizá muchos necesiten de la religión, y no hay por qué negarles ese recurso. Para muchos, la caída de la religión plantea la pregunta, recurrente en “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski: ¿si no hay Dios todo está permitido?. ¿Pueden los hombres darse un orden sin apelar a la transcendencia de Dios?

En ese caso, queda por delante la tarea de lo común, eso que nos implica por el hecho de ser varios, muchos, multitud. ¿Pero qué es eso de lo común, en qué consiste vivir en comunidad?

Tomo la cuestión desde otra perspectiva, en este caso recurriendo al concepto de comunidad en la acepción que le da Roberto Espósito, en su texto “La ley de la comunidad”, de donde extraigo las citas que utilizaré a continuación.

Parte de la etimología latina de este término: “aunque no está plenamente probado, el significado más probable es aquel que asocia cum y nunus (o nimuia). Esta derivación es importante en la medida en que califica de manera precisa aquello que contiene los miembros de la comunidad. No se trata de vínculos de una relación cualquiera, sino de un nunus, es decir, una tarea, un deber, una ley. Atendiendo al otro significado del término, más cercano al primero de lo que parece, son también los vínculos de un don, pero un don de hacer, no de recibir, y por tanto, igualmente, de una obligación. Los miembros de una comunidad lo son por eso y porque están vinculados por una ley común” y añade un poco más adelante: “la comunidad es una con la ley en el sentido de que la ley común no prescribe otra cosa sino la exigencia de la comunidad misma”.

Y sin embargo, esta construcción conjunta de la comunidad, no solo es necesaria sino imposible. Está presente desde el inicio mismo de lo que es el ser humano y a la vez es irrealizable. Por tanto, siempre estamos en deuda respecto a la comunidad, siempre carecemos de algo: “nos falta aquello que constituye comunidad (…) lo que tenemos en común es exactamente tal carencia de comunidad. Somos la comunidad de aquellos que no tienen comunidad”.

Más adelante Espósito, tomando a Kant, afirma que “la ley prescribe aquello que prohíbe y prohíbe aquello que prescribe”. La ley para este último autor toma la forma de un imperativo categórico, que no prescribe ningún contenido concreto, sino simplemente su inderogable presencia, que “solo puede imponerse dañando, vulnerando, humillando el núcleo irreductible de la subjetividad constituido por el amor a sí o el amor propio”.

Tanto para Freud como para Kant, algo de la cultura parece construirse contra el individuo, contra sus inclinaciones individuales. No es extraño entonces, que lo común, hecho a la vez de lo más ajeno y lo más íntimo, sea el único terreno de lo humano, pero también, por momentos invivible.

Si la religión sostiene la ilusión de un Dios como garante de la convivencia humana, mediante el cumplimiento de las leyes prescritas por Él, la idea de una comunidad plenamente armónica, gestionada por los hombres no es menos ilusoria.

Quizá la ilusión es la de un ideal que no sea aspiración o inspiración, sino exigencia irrenunciable e intolerante. El sueño de la razón produce monstruos.

¿Cómo alojar la diferencia, como articular lo común y lo individual?

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